martes, 6 de enero de 2009

El desquiciado testamento de Lillian Hellman.


Por: Lázaro Sarmiento

Decía Harold Pinter que al borde de la muerte no hay tiempo para pensar, sólo para sentir. Antes de ese instante, hay personas que disponen con meticulosidad el destino de sus bienes materiales.

El libro de los testamentos, con selección e introducciones de Liliana Viola (2ª. Ed. Buenos Aires: El Ateneo, 1997) recoge una buena selección de testamentos que informan más sobre sus autores que algunas biografías.

El testamento de Lillian Hellman, fallecida en 1984, demuestra que no olvidó a ninguna de las personas que la rodeaban. Por ejemplo, a un tal Howard Bay le deja “el dibujo de Foray y la jaula de madera que cuelga del cielo raso del living de su apartamento de New York.”

A Selma Wolfman, “el prendedor sinfín que me regaló Dashiell Hammett”. A Mike Nichols, “el póster de Toulouse Lautrec”. Para Rita Wade, “cualquiera y todos los abrigos que ella elija, mi reloj de oro y el gran alfiler de platino y diamantes con forma de pluma”.La lista es larga.

Este documento despertó controversias. La Hellman nombra a varios fiduciarios de su propiedad literaria sin aclarar en ningún momento en qué porcentajes y qué derechos le corresponden a cada uno.

La jueza encargada de interpretar el testamento declaró: “Si bien las obras literarias de Lillian Hellman pueden ser consideradas obras maestras, su testamento es obra de alguien que no repara en las palabras, una desquiciada”.

Los testamentos enseñan mucho sobre la psicología humana.

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