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sábado, 24 de diciembre de 2011

EN NAVIDAD IMITÁBAMOS AL PRINCIPE Y EL MENDIGO.

Por: Lázaro Sarmiento

En diciembre, mi primo y yo disfrutábamos imitando con nuestra ración de nueces de la bodega (¿o eran avellanas?) una escena de la película El príncipe y el mendigo. En la pantalla del televisor Emerson, dos niños de la Warner Bros trituraban con el poderoso sello real de Inglaterra la gustada golosina. Nosotros en un barrio de La Habana lo hacíamos con el mortero de la abuela para machacar las especias. Recuerdo de la infancia los turrones y frutos secos que en unas navidades de la década del sesenta el Gobierno Revolucionario debió comprar en algún lugar de Europa, para distribuir en todos los hogares de la Isla a través de la libreta de abastecimiento. Sin embargo, no encuentro en la memoria el momento en que desaparecieron del paisaje los arbolitos de Navidad tan cercanos a las nueces de fin de año. La vida generaba tantas emociones entonces que poco importó se borrara un decorado que nada tenía que ver con los ciclones y colores del trópico. Luego, cuando los pinos enanos y los adornos navideños -y hasta la nieve de mentira- volvieron a decorar con profusión viviendas y espacios públicos en Cuba, después de varios quinquenios, quedé sorprendido por la larga longevidad de las bolas de Navidad. No me refiero a las que comenzaron a a venderse en 1993 en las tiendas de divisas, si no a las que la gente guardó en cajitas con algodones durante una hibernación que duró décadas. Estaban intactas como en la lejana fiesta en que habían brillado por última vez.

Pienso en las manos que guardaron las bolas de Navidad y en su engañosa fragilidad.


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